Voy
a contaros una experiencia vivida con vosotros en aquellos primeros años de la
adolescencia en el Colegio Sagrado Corazón. Para situarnos cronológicamente, los
hechos ocurrieron entre 1956 y 1958, cuando yo debía de tener nueve años. En la
primavera de aquel año, coincidiendo con el mes de mayo, dedicado a María, el
Hermano profesor de nuestra clase, cuyo
nombre no recuerdo o mi subconsciente no me lo permite, nos mandó escribir una
redacción de tema libre y extensión máxima de un folio por una sola cara.
Mi
tema escogido fue “las flores”, que como aficionado a las plantas, me permitía
cierta facilidad de expresión. Desde la infancia la curiosidad hacia la
belleza, elegancia y vulnerabilidad de las flores siempre me ha cautivado. Desde
pequeño me ha asombrado como los capullos o cubiertas protectoras dejaban
asomar la belleza de una flor como si de una ninfa se tratase, pasando de la
exuberancia al deterioro, al abrirse y caerse los pétalos en un periodo de
tiempo muy corto, perdiendo en su desnudez toda la magia y frescura del
capullo, dejándonos una semilla que abrirá paso a una nueva vida en esta
enigmática naturaleza cruel y maravillosa.
El Hermano y Profesor nuestro me llamó para
leer en voz alta a mis compañeros de clase la redacción que con tanta ilusión y perseverancia había
escrito para poder transmitiros lo que yo sentía hacia las flores, bueno hacia los capullos. ¡Y bien que lo
conseguí!
Subido
en la tarima, de pié hacia vosotros, teniendo al susodicho pedagogo a mí derecha,
empecé mi pequeña aportación al mundo de la Botánica. En la primera parte,
observé con cierta inquietud la atención que prestabais, cosa no habitual.
Entretanto, alguna sonrisilla maquiavélica se dibujaba en algunos alumnos
aventajados cuando pronunciaba la palabra “capullo” con toda mi inocencia.
A
la mitad de mi exposición didáctica, la clase estaba bajo el control de mis
compañeros, quizás por el contagio de las primeras risas o porque el intelecto
o cultura adquirida en la calle no daba crédito a lo que yo estaba exponiendo
en la clase de un Colegio Religioso.
En
los últimos párrafos de mi redacción, creo sin faltas de ortografía, las
piernas y la voz me temblaban, tartamudeaba, creía morir, pues no entendía nada
de nada, ya que no me había sentido nunca animador de fiestas o humorista, que
es lo que en realidad estaba consiguiendo sin querer y más cuando pronunciaba
la palabra “capullo”. La clase estaba totalmente tomada por mis compañeros. El
resignado maestro, cuyo nombre sigo sin
recordar, no hacía nada al respecto. Le miraba de reojo mientras él seguía gesticulándome
para que continuase con mí cometido hasta el final, observándole una sonrisilla
de complicidad con mis compañeros aventajados.
Días
más tarde comprobé la riqueza del idioma
castellano. La variedad de arquetipos y acepciones que tiene, constatando que
os sentisteis libres, desenfrenados, contentos por un momento sin yo pretenderlo,
pues mi intención era otra bien distinta, siendo el profesor el único capullo
en ésta pequeña historia compartida.
Siento
no tener mi redacción del mes de mayo para reírnos juntos. Fue un toque de
atención a lo establecido. No tuve censura alguna. La inocencia no entiende de
estas cosas.
Moraleja:
La inocencia no es simplicidad ni falta de conocimientos, ni algo de lo que
tengamos que avergonzarnos, es una manera de ser, de vivir, algo que todos
tenemos dentro y que nos hace vibrar en lo más profundo de nuestro ser cuando
la descubrimos.
Este
año, he ido a visitar a los Reyes Magos de Oriente. Besé la mano del Rey
Baltasar, mi preferido, con la ilusión de pedirle algunas de las cosas que no
se pueden comprar, pero que Ellos en su condición de “Magos” nos las pueden
otorgar si somos buenos.
Gracias
por leerme. Hasta pronto.
Valencia,
febrero de 2005
Toni Bonacho
REYES MAYOS 2005